domingo, 20 de octubre de 2019

Crónica De Sucesos



Crónica De Sucesos

“¡Corre! “ – Susurró Alba en el oído de Sonia mientras cogía con fuerza su menuda mano, tirando de ella para que no se quedase atrás en la huida.
La niña, sorprendida, siguió como pudo la orden de su madre, pero sus cortas piernas le hacían ir en volandas, arrastrada,  muñeca de trapo a punto de desgarrar su brazo de tela.
Llena de pánico, Alba volvió a mirar hacia atrás, viendo acercarse aquella fiera, de ojos henchidos de sangre, que avanzaba hacia ellas a pasos agigantados, portando una brillante garra plateada y fuego en las venas.
Segundos después, el animal, que se acercaba ya a la carrera través de la jungla urbana, ciego de ira, reflejaba en su rostro todo el odio que le habitaba por dentro y su determinación de que “aquella presa” seria suya o de nadie más.
Un golpe seco, seguido del chirriar de las ruedas de aquel BMW blanco, las hizo detenerse en su carrera.
Al día siguiente, el periódico local recogía el incidente en la crónica de sucesos con este titula: “Hombre de 37 años muere atropellado mientras su mujer y su hija lo ven todo desde el otro lado de la calle”.

César González






viernes, 18 de octubre de 2019

Palabras Rotas





Palabras Rotas


Cuando recuperó la consciencia aún seguía hundiéndose. La ansiedad se apoderó de su mente cristalizando sus neuronas y licuando su pecho. La presión se hacía insoportable y amenazaba con habitarla para siempre, sosteniéndola en un incesante y perpetuo abrazo, rompiendo nuevamente su rasgado corazón.  El ansia de vivir era ya sólo un recuerdo lejano flotando en la superficie de su piel.
Todo lo que había sido, sus sueños más íntimos, sus deseos más ocultos, aquellas esperanzas de una vida juntos, se precipitaban a cámara lenta hacia el abismo, al fondo de ese mar interior que pasaba del azul oscuro al negro sepulcral.
Intentó tragar saliva, pero su garganta se había secado y su expresión, doblegada por los ecos del pasado, le confería un semblante de muñeca de porcelana.
En ese momento sintió que había llegado el final, que ya nada podría ir peor, que algo en su mundo se había apagado para siempre.
Y decidió. Decidió no seguir pensando en su futuro, decidió no volver a fracasar en secreto, y nunca más abandonarse a la corriente – qué coño, mañana será otro día.
Recogió las palabras rotas esparcidas por el suelo de su dormitorio, se quitó del dedo aquel anillo que le quemaba por dentro, sacó el pendrive del puerto U.S.B., abrió otra botella de Portos – cosecha del 82, madurada en barrica de roble americano –, se tomó un par de Prozac – carpe diem – y dejó de ver esa triste telenovela en el portátil.

César González



El Sabor Del Destino






El Sabor Del Destino

Era un día como otro cualquiera,  salvo por un pequeño detalle: ella estaba feliz.  Por unos segundos se sintió la mujer más feliz de  la tierra. Y Lorenzo lo sabía.

No  hacia sol, no era verano, no estaba de vacaciones. No tenía ningún motivo para aquella alegría desbordada, si omitimos el hecho de que él estaba muerto, tirado a sus pies, con la cara retorcida en una extraña mueca, los ojos abiertos mirando al techo desconchado  y una sonrisa sincera, quizás la más sincera que había visto en él desde que se conocieron.

Aquella tarde, el sabor del destino le paso tan desapercibido, tan ignorado por él, tan ausente de sus pensamientos, tanto, tanto, tanto, como lo habían sido los deseos de ella desde esa tarde lluviosa en la que contrajeron matrimonio civil acompañados de dos testigos ocasionales.

Seguramente aquellas copas de cava rosado que se bebieron tumbados en la cama,  iluminados por las velas aromáticas que Sara había comprado esa mañana en el chino de la esquina, y aquel perfume  barato, de fuerte olor azucarado, cumplieron con su cometido bajando las defensas de ese cincuentón obeso, egocéntrico y patético en el que Ramón se había convertido tras casi veinte años de anodino matrimonio.

Con un giro teatral del destino, y mientras un bolero de Sabina sonaba en el cassette  – fue en un pueblo con mar, una noche, después de un concierto – en aquel pueblo con mar una vida acaba de forma planificada mientras otra proseguía, esta vez con la satisfacción de un trabajo bien  hecho con la ayuda del arsénico.

Una mirada cómplice se dibujó en su rostro aún maquillado para la ocasión. Sabía que Lorenzo, testigo de todo lo sucedido se mostraría impasible ante la presencia del médico forense y la policía, mantendría el pico cerrado y una actitud evasiva, pues a su loro siempre le desagradaron los uniformes.

César González