Palabras Rotas
Cuando recuperó la consciencia aún seguía hundiéndose. La ansiedad se
apoderó de su mente cristalizando sus neuronas y licuando su pecho. La presión
se hacía insoportable y amenazaba con habitarla para siempre, sosteniéndola en
un incesante y perpetuo abrazo, rompiendo nuevamente su rasgado corazón. El ansia de vivir era ya sólo un recuerdo
lejano flotando en la superficie de su piel.
Todo lo que había sido, sus sueños más íntimos, sus deseos más ocultos,
aquellas esperanzas de una vida juntos, se precipitaban a cámara lenta hacia el
abismo, al fondo de ese mar interior que pasaba del azul oscuro al negro
sepulcral.
Intentó tragar saliva, pero su garganta se había secado y su expresión,
doblegada por los ecos del pasado, le confería un semblante de muñeca de
porcelana.
En ese momento sintió que había llegado el final, que ya nada podría ir
peor, que algo en su mundo se había apagado para siempre.
Y decidió. Decidió no seguir pensando en su futuro, decidió no volver a fracasar
en secreto, y nunca más abandonarse a la corriente – qué coño, mañana será otro
día.
Recogió las palabras rotas esparcidas por el suelo de su dormitorio, se
quitó del dedo aquel anillo que le quemaba por dentro, sacó el pendrive del puerto U.S.B., abrió otra
botella de Portos – cosecha del 82, madurada en barrica de roble americano –, se
tomó un par de Prozac – carpe diem –
y dejó de ver esa triste telenovela en el portátil.
César González
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