viernes, 18 de octubre de 2019

El Sabor Del Destino






El Sabor Del Destino

Era un día como otro cualquiera,  salvo por un pequeño detalle: ella estaba feliz.  Por unos segundos se sintió la mujer más feliz de  la tierra. Y Lorenzo lo sabía.

No  hacia sol, no era verano, no estaba de vacaciones. No tenía ningún motivo para aquella alegría desbordada, si omitimos el hecho de que él estaba muerto, tirado a sus pies, con la cara retorcida en una extraña mueca, los ojos abiertos mirando al techo desconchado  y una sonrisa sincera, quizás la más sincera que había visto en él desde que se conocieron.

Aquella tarde, el sabor del destino le paso tan desapercibido, tan ignorado por él, tan ausente de sus pensamientos, tanto, tanto, tanto, como lo habían sido los deseos de ella desde esa tarde lluviosa en la que contrajeron matrimonio civil acompañados de dos testigos ocasionales.

Seguramente aquellas copas de cava rosado que se bebieron tumbados en la cama,  iluminados por las velas aromáticas que Sara había comprado esa mañana en el chino de la esquina, y aquel perfume  barato, de fuerte olor azucarado, cumplieron con su cometido bajando las defensas de ese cincuentón obeso, egocéntrico y patético en el que Ramón se había convertido tras casi veinte años de anodino matrimonio.

Con un giro teatral del destino, y mientras un bolero de Sabina sonaba en el cassette  – fue en un pueblo con mar, una noche, después de un concierto – en aquel pueblo con mar una vida acaba de forma planificada mientras otra proseguía, esta vez con la satisfacción de un trabajo bien  hecho con la ayuda del arsénico.

Una mirada cómplice se dibujó en su rostro aún maquillado para la ocasión. Sabía que Lorenzo, testigo de todo lo sucedido se mostraría impasible ante la presencia del médico forense y la policía, mantendría el pico cerrado y una actitud evasiva, pues a su loro siempre le desagradaron los uniformes.

César González


































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